El verano había
empezado con la primera caricia de la cortina sobre mi pie. Era la primera
noche en que la ventana se quedaba abierta porque si fuera romántico diría que
la habitación olía a amor. Pero en realidad olía a tigre.
El verano, hasta
entonces, sucumbía en el primer clack tras partir una sandía, las primeras
cerezas, el tomate maduro. Ahora iniciaba su paso con el sudor fresco
postcoital, con el embozo de las sábanas pegadas al tobillo y los gemelos como
un ruido de trenes. Con Janis Joplin susurrando, sin más luz que la del sexo.
En aquellas noches
raras imaginaba que tus ojos eran como dos huesos de albaricoque, brillantes y
limpios. Ya habría tiempo para odiar el calor rojo de agosto, por delante
quedaba aquella libertad, aquella isla que era una cama con ruedas y que
trataba de sujetar haciendo pie en las embestidas. El contacto con el mármol
era un alivio frío.
No había hambre, ni
sed, solo instintos y humo de cigarros, lengüetazos de güisqui y arañazos como
tatuajes, enredaderas de desconcierto, respiración entrecortada.
Y fue tras esa caricia,
ya digo, de la cortina sobre mi pie. El viento hinchó la tela como las velas de
un barco, como un vientre embarazado de frescura. Fue entonces cuando supe que
había muerto y empecé a caer
a caer
a caer
a caer
a caer
Y a pensar en cómo
brillarían aquellos ojos tras descubrir a su amante muerto. Envuelto en un
final feliz.
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