lunes, 19 de mayo de 2014

Y entonces empecé a caer


El verano había empezado con la primera caricia de la cortina sobre mi pie. Era la primera noche en que la ventana se quedaba abierta porque si fuera romántico diría que la habitación olía a amor. Pero en realidad olía a tigre.

El verano, hasta entonces, sucumbía en el primer clack tras partir una sandía, las primeras cerezas, el tomate maduro. Ahora iniciaba su paso con el sudor fresco postcoital, con el embozo de las sábanas pegadas al tobillo y los gemelos como un ruido de trenes. Con Janis Joplin susurrando, sin más luz que la del sexo.

En aquellas noches raras imaginaba que tus ojos eran como dos huesos de albaricoque, brillantes y limpios. Ya habría tiempo para odiar el calor rojo de agosto, por delante quedaba aquella libertad, aquella isla que era una cama con ruedas y que trataba de sujetar haciendo pie en las embestidas. El contacto con el mármol era un alivio frío.

No había hambre, ni sed, solo instintos y humo de cigarros, lengüetazos de güisqui y arañazos como tatuajes, enredaderas de desconcierto, respiración entrecortada.

Y fue tras esa caricia, ya digo, de la cortina sobre mi pie. El viento hinchó la tela como las velas de un barco, como un vientre embarazado de frescura. Fue entonces cuando supe que había muerto y empecé a caer

                                                             a caer

                                                                a caer

                                                                     a caer

                                                                           a caer

Y a pensar en cómo brillarían aquellos ojos tras descubrir a su amante muerto. Envuelto en un final feliz.

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