Durante unos días no he podido escribir. Miento. He
escrito lo estrictamente necesario (hipoteca obliga). Tampoco leer. Una
conjuntivitis que se ha ido complicando me ha hecho aparcar mi vida. Las
novelas que tenía empezadas, las revistas, hasta las películas.
Durante días mi vida se ha centrado en lavar sábanas
y toallas, en dejar que pase el tiempo. Evitar que un ojo contagiara al otro y
con el sano escribir lo que podía. Todo sin ningún éxito, claro.
No es nada nuevo, en verdad. He visto a compañeros
ir a trabajar con la clavícula rota, recién operados, con fiebre, con
radioterapia por sus venas, con ataques de alergia, con gastroenteritis, con
virus.
Yo incluso en mi nueva vida asistí a una cena sin
estar. Lo hice por teléfono. Yo fumaba en el balcón y al otro lado, lo
escuchaba por el manos libres, comían anchoas y vino áspero.
Y lo peor de todo es que sí, se puede vivir sin
leer. Se puede vivir sin escribir. Pues claro, qué absurdo, pero para mí ha
sido una revelación. Casi como cuando descubrí la olla exprés.
Me ha dado tiempo a meterme en líos. En una mezcla
de ingenuidad y mi tradicional incoherencia escribí mi opinión semanal sobre
Castellón y siempre tengo la maravillosa sensación de que nadie lo lee. No es
así. Hasta cinco personas cabreadas me han hecho saberlo en dos días. Hasta me
han amenazado con una querella que es una cosa que a mí me gusta bastante, la
verdad.
Básicamente el único patrimonio que tiene un
periodista es su independencia y muchos, yo el primero, lo entendemos como una
objetividad hacia abajo: hostias para todos, vamos. En tiempos de crisis todos
estamos perdiendo, no sólo eficacia y rigor, sino independencia. Yo el que más,
tal vez.
Aunque veamos cadáveres pasar, que es cierto, no sé
si nos quedan ganas de seguir resistiendo. Y pluralizo como eufemismo. La
autocensura es casi peor que la dependencia, o lo mismo.
Que esto no es lo que nos contaron lo supimos en
cinco minutos (el periodismo, digo) pero igual va siendo hora de hacer las
maletas sin esperar a que nadie nos avise.