El verano comienza con el clack que suena al partir
la primera sandía. Durante los meses de verano todo el mundo reinicia un
acercamiento a las costumbres de la infancia. En uno de los libros de la saga
Manolito Gafotas, el protagonista compara el principio de las vacaciones de
verano con el instante mismo de darle el primer bocado a un helado. Una emoción
infinita.
Cuando nos hacemos mayores, no obstante, ganamos el
control del tiempo. Quiero decir que uno se hace mayor cuando pierde la
sensación de que los días pasan lentos, de que las vacaciones son eternas.
Pero descubrimos otros placeres al hacernos mayores,
como el poder tomar vino, el sexo tibio, lo reconfortante de una siesta (cuando
uno es pequeño apenas duerme ni falta que le hace).
Justo ahora escribo mirando el mar, muy temprano.
Nadie se baña, nadie pasea. Las olas golpean la orilla y crea pespuntes al
bies, como una gran jarra de cerveza. Las novelas se agolpan en la memoria de
los veranos pasados.
Porque hay tardes de verano que duran lo que dura
una novela. Y recuerdo ‘Cumbres borrascosas’, ‘Matar un ruiseñor’, ‘A sangre
fría’, ‘Crimen y castigo’ o ‘Nubosidad variable’ y ‘Los aires difíciles’.
Porque cada verano que pasa es más difícil encontrar un buen libro de esos que
te descuadran los esquemas.
El verano es el tiempo de la felicidad. Al menos
para mí. Es el tiempo de las sombras naranjas sobre una espalda morena, la piel
casi quemada, las recetas con tomate, la comida fría, la fruta roja y el sonido
de las cigarras como banda sonora.
Los hijos de los 80 recordamos las tardes de verano
atadas de forma irremediable al ‘Equipo A’ y al ‘Coche fantástico’, a las
carreras de bicicletas, a ir descalzos, a los campamentos y a las canciones de
Julio Iglesias. Entonces nadie iba de viaje, salvo algunos privilegiados. No
era todavía una necesidad.
Yo de pequeño me emborrachaba de playa. Recuerdo los
regresos en coche cuando no llevábamos cinturón de seguridad y como cuando
cerraba los ojos podía sentir estar en medio de las olas todavía, el vaivén de
los golpes en mi cabeza. Un mareo de felicidad, en fin.
Cada verano recuperamos un poco de aquello, aunque
ahora lo hacemos con cinturón en el coche, con pantalones largos, con poco
tiempo. Eso sí, si uno observa con cuidado todavía puede ver a una mosca
mareada, como borracha, dando vueltas sobre su propio final y sentir el olor de
una higuera cercana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario