sábado, 27 de julio de 2013

El tiempo de la felicidad


El verano comienza con el clack que suena al partir la primera sandía. Durante los meses de verano todo el mundo reinicia un acercamiento a las costumbres de la infancia. En uno de los libros de la saga Manolito Gafotas, el protagonista compara el principio de las vacaciones de verano con el instante mismo de darle el primer bocado a un helado. Una emoción infinita.

Cuando nos hacemos mayores, no obstante, ganamos el control del tiempo. Quiero decir que uno se hace mayor cuando pierde la sensación de que los días pasan lentos, de que las vacaciones son eternas.

Pero descubrimos otros placeres al hacernos mayores, como el poder tomar vino, el sexo tibio, lo reconfortante de una siesta (cuando uno es pequeño apenas duerme ni falta que le hace).

Justo ahora escribo mirando el mar, muy temprano. Nadie se baña, nadie pasea. Las olas golpean la orilla y crea pespuntes al bies, como una gran jarra de cerveza. Las novelas se agolpan en la memoria de los veranos pasados.

Porque hay tardes de verano que duran lo que dura una novela. Y recuerdo ‘Cumbres borrascosas’, ‘Matar un ruiseñor’, ‘A sangre fría’, ‘Crimen y castigo’ o ‘Nubosidad variable’ y ‘Los aires difíciles’. Porque cada verano que pasa es más difícil encontrar un buen libro de esos que te descuadran los esquemas.

El verano es el tiempo de la felicidad. Al menos para mí. Es el tiempo de las sombras naranjas sobre una espalda morena, la piel casi quemada, las recetas con tomate, la comida fría, la fruta roja y el sonido de las cigarras como banda sonora.

Los hijos de los 80 recordamos las tardes de verano atadas de forma irremediable al ‘Equipo A’ y al ‘Coche fantástico’, a las carreras de bicicletas, a ir descalzos, a los campamentos y a las canciones de Julio Iglesias. Entonces nadie iba de viaje, salvo algunos privilegiados. No era todavía una necesidad.

Yo de pequeño me emborrachaba de playa. Recuerdo los regresos en coche cuando no llevábamos cinturón de seguridad y como cuando cerraba los ojos podía sentir estar en medio de las olas todavía, el vaivén de los golpes en mi cabeza. Un mareo de felicidad, en fin.

Cada verano recuperamos un poco de aquello, aunque ahora lo hacemos con cinturón en el coche, con pantalones largos, con poco tiempo. Eso sí, si uno observa con cuidado todavía puede ver a una mosca mareada, como borracha, dando vueltas sobre su propio final y sentir el olor de una higuera cercana.

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