lunes, 18 de noviembre de 2013

El efecto disfraz

Hablando de todo un poco, Castellón siempre ha sido como el último de la fila (literalmente, no musicalmente). Como los agravios que últimamente vienen de la hirsuta mano de Cospedal a la Comunitat pero en modo casero. Todos los complejos se deben a dos cosas: la percepción superior del resto (elemento exógeno) y la propia visión de uno mismo (elemento interno).
En la provincia se cumplen los dos: no tenemos inversiones, ni grandes proyectos en épocas de bonanza, ni menos en periodo de vacas flacas.
Si hay un elemento que pueda explicar la capacidad de penetrar de Carlos Fabra entre el electorado fue sin duda el hecho de que llevó la bandera de Castellón y la plantó en los morros de quien fuera. Una estrategia que Alberto Fabra llevó hasta hace poco como emblema pero los 60 kilómetros que separan Valencia de Castellón se agrandan por momentos.
Otra reflexión: si el PP en la Comunitat ha ido colgándose medallas a modo de triunfo en las urnas en los últimos años ha sido por saber asumir el sentimiento valenciano. Eso tan inefable que son las señas de identidad. Y no hablo de RTTV ni al tijeretazo en el himno (o no sólo eso). Me refiero a que algo grave debe estar pasando en el Palau de la Generalitat para que se acumulen errores de bulto tan grandes en tan poco tiempo.
Me refiero al monumental cabreo que tiene el sector de las gaiatas en Castellón después de que Les Corts aprobara una rebaja del IVA pero sólo para Fallas y Fogueres. L’esclat de llum sense foc ni fum siempre ha sido la hermana pobre de las fiestas de la Comunitat y en ello sigue. No cabe duda que el Consell rectificará pero, ¿era necesario el agravio?
Estos ojos que un día se comerá la tierra todavía recuerdan cuando el entonces alcalde de la capital inauguró lo que en Castellón enseguida empezó a llamarse el efecto disfraz. Alberto Fabra rompía todos los moldes asistiendo a la Ofrena a la Lledonera vestido de setí, el traje típico de Castellón, mucho antes de que Esperanza Aguirre se vistiera de chulapa en campaña electoral.
Fabra no se perdía ni una presentación de gaiata y le cogió al gusto al ‘donde fueres, haz lo que vieres’ porque acudía a Castalia vestido con el equipaje del Castellón y se dejaba fotografiar en traje de baño por una buena causa. Eran otros tiempos, vale. Entonces Fabra publicó una biografía (que guardo como oro en paño) y escribía un blog personal con reflexiones al nivel Isabel Preysler (recuerdo la entrada en la que explicaba lo bonito que era ver llover en Castellón, y así).
Ahora la afición albinegra tira pestes de Fabra por no haber mostrado ni un guiño cuando ha estado a punto de desaparecer el histórico club mientras el Consell apoyaba al Valencia, la falta de amparo al parany (pese a hacerse mil fotos con los cazadores en campaña) y la gaiata ha venido ha colmar el vaso del desamor.
Y lo peor es que cualquier concejal de pueblo no acumularía tantas erradas de tiro en tan poco tiempo. Fue Joan Ignasi Pla (pobre) quien se disculpó ante los medios por no poder quedarse “a la cremà de les gaiates”. Desde entonces, no se recuerda tanta ausencia de cariño de un político a la provincia. La incredulidad es tan grande que el ‘món de la festa’ quiere pensar que es cosa de los asesores del presidente.
Es como si Rita Barberá se hiciera ministra y no defendiera las Fallas, para que me entiendan. Hay dos lenguajes distintos: el de Valencia, y el de Castellón y lo curioso es que sigue siendo esta provincia la más leal al presidente en apoyos políticos. La Diputación aprobaba por unanimidad prohibir el fraking (ya bastante ha habido con el Castor) para que el pleno de Les Corts no lo apoye y yo me pregunto ¿para qué están los diputados del PP castellonense a parte de para enviar mensajes para que todos los afiliados voten en encuestas de medios de comunicación?
Ni siquiera la movida de las listas electorales del PP (que ya se escucha por los rincones) podría generar tanta grieta. Los 60 kilómetros que separan las provincias son como las cinco farolas de Concha Piquer, una distancia eterna. Como de aquí a la luna.

Artículo publicado en Las Provincias, 18 noviembre 2013

lunes, 11 de noviembre de 2013

Echo de menos el diazepam con vino

Echo de menos despertarme un domingo sin que suene el despertador, con la espalda dolorida de tanto sueño, los ojos hinchados y el cuerpo harto de cama. Aguantar toda la mañana con el pijama puesto y vaguear del sofá al sillón, releyendo revistas y mirando sin ver la tele.
Echo de menos aquellas cenas que acababan con un diazepam y una copa de vino, por delante había cuatro días libres y el primero era sólo para pensar en los otros tres. Levantarme con la sensación de una resaca golpeando mis sienes, la cabeza atontada y la ausencia de responsabilidad.
Echo de menos el dedicar una tarde entera a Hugo y Lucía y que me agoten con sus juegos. Dedicar una tarde entera a callejear con el frío esmaltando las manos, con el abrazo de un abrigo. O una noche entera de fiesta, entera, perdiendo el control bajo la ginebra y el calor en un verano. O pasar una tarde en la playa, entera.
Echo de menos ir al cine sin tener el móvil en la mano, por si acaso. Ahora hasta he pactado con mi particular Teniente O’Neil tener el teléfono cerca entre las pesas, también por si acaso. Al resto, si están pendientes del móvil, les obliga a diez flexiones extras. Privilegios de ir con un volante del terapeuta.
Echo de menos organizar de repente un viaje con Sara. Sin importar mucho el destino ni el hotel: el objetivo era huir y si podía ser en avión, mejor. Hasta extraño un desayuno a las 12.00 con churros y chocolate, que en realidad no me gustan, pero forman parte del ritual.
Echo de menos ir a comprar gangas con Sonia para acabar comprando cosas absurdas y hacer de ‘groupie’ de Miguel fuera donde fuese. Organizar cenas, ver la trilogía del padrino de golpe, en versión original y con tabaco cerca. Hace tiempo que no tengo tres horas seguidas para leer. Miento. Cuando las tengo me quedan mil cosas por hacer y renuncio a los libros salvo los diez minutos antes de dormir. Dicho sea de paso, extraño a Almudena.
El tiempo que hace que no preparo una cena de postres o un día de falsa Navidad con los amigos. Las llamadas de teléfono que duran horas, las visitas de Bea. Pasar la tarde en el mirador, como un coche aparcado, que decía Martín Gaite. Echo de menos sentarme en una hamaca para destripar sin piedad con mis padres y ver a Isa y Nando hacer la siesta en el césped.
Y no lo voy a negar, qué coño, hasta echo de menos tu voz, tu forma de preparar una cena a base de desayunos, con tostadas y cereales, de elegir planes. Tus mensajes y hasta tus defectos, la toalla tirada en el baño, los chistes sin gracia que me hacían escapar la risa.
Y entre medias, la vida está como una botella de agua con gas con el tapón perdido, respirando burbujas que no volverán.
Pero lo que más echo de menos es el porvenir.

lunes, 4 de noviembre de 2013

A sangre fría

La indignación, como la alegría, va por barrios. Como la ignominia, la frivolidad o la ausencia de empatía. Perdonen que abandone esta semana el tono humorístico pero no tengo la conciencia para chistes porque hay cosas que te sacuden por dentro y el periodista a veces, de tanto acercarse al dolor, acaba salpicado.
Que se lo digan a cualquiera de los periodistas que deben cubrir un suceso. Por momentos, la sangre te hierve en busca de los datos, sangre latiendo para encontrar explicación a otras trazas de sangre derramada. A nadie le gusta arañar entre la basura, pero la actualidad es la que es y el oficio, casi una religión a veces. En el momento de la búsqueda el periodista coloca barreras hasta que una vez cerrada la crónica, vuelva a ser un humano. Es como leer ‘A sangre fría’ que te atrae y repele a la vez.
Los psicópatas se caracterizan por una ausencia total de empatía y el periodismo a veces tiene muchas porciones de ansiolítico. Yo he tomado tantas dosis que la anestesia me sabe a helado de pistacho. Lo espeluznante es cuando ves esos rasgos psicóticos en toda una sociedad, en grupo, en manada.
Me refiero a la conferencia en la UJI  (voy a ser amable) de Juan Ramón Rodríguez, condenado por colaboración con ETA, amparada en la libertad de expresión. Ver las portadas de periódicos con fotos del sujeto (sigo con la cortesía) sonriendo en vísperas de Todos los Santos me revuelve la conciencia.
El rector de la UJI, Vicent Climent, un tipo extremadamente eficaz y coherente trató de impedir el acto, que al final se celebró porque el tal Rodríguez iba a hablar de canciones o algo así. Lo hacía como integrante de un grupo de rock, no para hablar de ETA. Es la suerte de un estado tan garantista como el nuestro.
Pero las opiniones son libres a diferencia de los perseguidos por la banda terrorista. Es libre, como no lo han sido los  asesinados. Los bebés, las madres, los cuñados y primos que ya no tienen libertad, ni pueden tocar en ningún grupo. Pero eso da igual. Hay que respetar la libertad de expresión.
Pero casi lo peor de todo fue que los propios estudiantes a través de un comunicado (estoy muy benevolente, lo sé) quisieran dar una lección de periodismo a todos. A cuatro cabeceras, a las agencias de noticias. Todo el mundo se equivocaba. Cogiéndosela con papel de fumar, que es muy parecido al de un rotativo, matizaban que ese señor ya había cumplido su deuda, que no se habló de ETA y que ellos son la representación de los estudiantes.
Cuando uno tiene que explicar tanto la verdad, mal vamos. Como los que son más benevolentes con una dictadura de izquierdas. Los hay que incluso niegan el Holocausto y curas que culpan a los niños de provocar los abusos.
La sociedad, la inmensa mayoría, mucho más numerosa que un grupo de estudiantes, suele saber diferenciar a las claras entre víctima y verdugo. No olvida a las víctimas del dolor, aunque a veces lo parezca porque toda empatía tiene un límite.
Decía yo que no voy a utilizar el humor porque un problema está socialmente superado cuando se permite bromear sobre él. Hagan la prueba. Todos jugamos con las reglas del juego que nos hemos impuesto y siempre me provocará una sonrisa aquellos que usan el Estado de Derecho y la democracia en su beneficio a cambio de criticar el modelo democrático.
La culpa no es de ellos, es de los medios. Pasa en todas las películas, que los periodistas son los malos, salvo algunas en que el periodista cubre guerras o hace caer gobiernos. Los que nos quedamos en impertinentes somos sensacionalistas, que alguna vez lo somos, para qué negarlo.
Pero el periodista medio distingue entre el bien y el mal. Aunque a veces nos tengamos que sentar en medio del drama y la sangre para luego contarlo dentro de la subjetividad lógica, ya no marcada por ideologías, sino por los valores universales como la bondad. Nuestro trabajo, ya digo, es acercarnos a veces a la basura y al horror, a lo incomprensible.
Artículo publicado en Las Provincias el 4 de noviembre de 2013