Echo de menos despertarme un domingo sin que suene
el despertador, con la espalda dolorida de tanto sueño, los ojos hinchados y el
cuerpo harto de cama. Aguantar toda la mañana con el pijama puesto y vaguear
del sofá al sillón, releyendo revistas y mirando sin ver la tele.
Echo de menos aquellas cenas que acababan con un
diazepam y una copa de vino, por delante había cuatro días libres y el primero
era sólo para pensar en los otros tres. Levantarme con la sensación de una
resaca golpeando mis sienes, la cabeza atontada y la ausencia de
responsabilidad.
Echo de menos el dedicar una tarde entera a Hugo y
Lucía y que me agoten con sus juegos. Dedicar una tarde entera a callejear con
el frío esmaltando las manos, con el abrazo de un abrigo. O una noche entera de
fiesta, entera, perdiendo el control bajo la ginebra y el calor en un verano. O
pasar una tarde en la playa, entera.
Echo de menos ir al cine sin tener el móvil en la
mano, por si acaso. Ahora hasta he pactado con mi particular Teniente O’Neil
tener el teléfono cerca entre las pesas, también por si acaso. Al resto, si
están pendientes del móvil, les obliga a diez flexiones extras. Privilegios de
ir con un volante del terapeuta.
Echo de menos organizar de repente un viaje con
Sara. Sin importar mucho el destino ni el hotel: el objetivo era huir y si
podía ser en avión, mejor. Hasta extraño un desayuno a las 12.00 con churros y
chocolate, que en realidad no me gustan, pero forman parte del ritual.
Echo de menos ir a comprar gangas con Sonia para
acabar comprando cosas absurdas y hacer de ‘groupie’ de Miguel fuera donde
fuese. Organizar cenas, ver la trilogía del padrino de golpe, en versión
original y con tabaco cerca. Hace tiempo que no tengo tres horas seguidas para
leer. Miento. Cuando las tengo me quedan mil cosas por hacer y renuncio a los
libros salvo los diez minutos antes de dormir. Dicho sea de paso, extraño a
Almudena.
El tiempo que hace que no preparo una cena de
postres o un día de falsa Navidad con los amigos. Las llamadas de teléfono que
duran horas, las visitas de Bea. Pasar la tarde en el mirador, como un coche
aparcado, que decía Martín Gaite. Echo de menos sentarme en una hamaca para
destripar sin piedad con mis padres y ver a Isa y Nando hacer la siesta en el
césped.
Y no lo voy a negar, qué coño, hasta echo de menos
tu voz, tu forma de preparar una cena a base de desayunos, con tostadas y
cereales, de elegir planes. Tus mensajes y hasta tus defectos, la toalla tirada
en el baño, los chistes sin gracia que me hacían escapar la risa.
Y entre medias, la vida está como una botella de
agua con gas con el tapón perdido, respirando burbujas que no volverán.
Pero lo que más echo de menos es el porvenir.
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