lunes, 4 de noviembre de 2013

A sangre fría

La indignación, como la alegría, va por barrios. Como la ignominia, la frivolidad o la ausencia de empatía. Perdonen que abandone esta semana el tono humorístico pero no tengo la conciencia para chistes porque hay cosas que te sacuden por dentro y el periodista a veces, de tanto acercarse al dolor, acaba salpicado.
Que se lo digan a cualquiera de los periodistas que deben cubrir un suceso. Por momentos, la sangre te hierve en busca de los datos, sangre latiendo para encontrar explicación a otras trazas de sangre derramada. A nadie le gusta arañar entre la basura, pero la actualidad es la que es y el oficio, casi una religión a veces. En el momento de la búsqueda el periodista coloca barreras hasta que una vez cerrada la crónica, vuelva a ser un humano. Es como leer ‘A sangre fría’ que te atrae y repele a la vez.
Los psicópatas se caracterizan por una ausencia total de empatía y el periodismo a veces tiene muchas porciones de ansiolítico. Yo he tomado tantas dosis que la anestesia me sabe a helado de pistacho. Lo espeluznante es cuando ves esos rasgos psicóticos en toda una sociedad, en grupo, en manada.
Me refiero a la conferencia en la UJI  (voy a ser amable) de Juan Ramón Rodríguez, condenado por colaboración con ETA, amparada en la libertad de expresión. Ver las portadas de periódicos con fotos del sujeto (sigo con la cortesía) sonriendo en vísperas de Todos los Santos me revuelve la conciencia.
El rector de la UJI, Vicent Climent, un tipo extremadamente eficaz y coherente trató de impedir el acto, que al final se celebró porque el tal Rodríguez iba a hablar de canciones o algo así. Lo hacía como integrante de un grupo de rock, no para hablar de ETA. Es la suerte de un estado tan garantista como el nuestro.
Pero las opiniones son libres a diferencia de los perseguidos por la banda terrorista. Es libre, como no lo han sido los  asesinados. Los bebés, las madres, los cuñados y primos que ya no tienen libertad, ni pueden tocar en ningún grupo. Pero eso da igual. Hay que respetar la libertad de expresión.
Pero casi lo peor de todo fue que los propios estudiantes a través de un comunicado (estoy muy benevolente, lo sé) quisieran dar una lección de periodismo a todos. A cuatro cabeceras, a las agencias de noticias. Todo el mundo se equivocaba. Cogiéndosela con papel de fumar, que es muy parecido al de un rotativo, matizaban que ese señor ya había cumplido su deuda, que no se habló de ETA y que ellos son la representación de los estudiantes.
Cuando uno tiene que explicar tanto la verdad, mal vamos. Como los que son más benevolentes con una dictadura de izquierdas. Los hay que incluso niegan el Holocausto y curas que culpan a los niños de provocar los abusos.
La sociedad, la inmensa mayoría, mucho más numerosa que un grupo de estudiantes, suele saber diferenciar a las claras entre víctima y verdugo. No olvida a las víctimas del dolor, aunque a veces lo parezca porque toda empatía tiene un límite.
Decía yo que no voy a utilizar el humor porque un problema está socialmente superado cuando se permite bromear sobre él. Hagan la prueba. Todos jugamos con las reglas del juego que nos hemos impuesto y siempre me provocará una sonrisa aquellos que usan el Estado de Derecho y la democracia en su beneficio a cambio de criticar el modelo democrático.
La culpa no es de ellos, es de los medios. Pasa en todas las películas, que los periodistas son los malos, salvo algunas en que el periodista cubre guerras o hace caer gobiernos. Los que nos quedamos en impertinentes somos sensacionalistas, que alguna vez lo somos, para qué negarlo.
Pero el periodista medio distingue entre el bien y el mal. Aunque a veces nos tengamos que sentar en medio del drama y la sangre para luego contarlo dentro de la subjetividad lógica, ya no marcada por ideologías, sino por los valores universales como la bondad. Nuestro trabajo, ya digo, es acercarnos a veces a la basura y al horror, a lo incomprensible.
Artículo publicado en Las Provincias el 4 de noviembre de 2013

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