La indignación, como la alegría, va por barrios.
Como la ignominia, la frivolidad o la ausencia de empatía. Perdonen que
abandone esta semana el tono humorístico pero no tengo la conciencia para
chistes porque hay cosas que te sacuden por dentro y el periodista a veces, de
tanto acercarse al dolor, acaba salpicado.
Que se lo digan a cualquiera de los periodistas que
deben cubrir un suceso. Por momentos, la sangre te hierve en busca de los datos,
sangre latiendo para encontrar explicación a otras trazas de sangre derramada.
A nadie le gusta arañar entre la basura, pero la actualidad es la que es y el
oficio, casi una religión a veces. En el momento de la búsqueda el periodista
coloca barreras hasta que una vez cerrada la crónica, vuelva a ser un humano. Es
como leer ‘A sangre fría’ que te atrae y repele a la vez.
Los psicópatas se caracterizan por una ausencia
total de empatía y el periodismo a veces tiene muchas porciones de ansiolítico.
Yo he tomado tantas dosis que la anestesia me sabe a helado de pistacho. Lo
espeluznante es cuando ves esos rasgos psicóticos en toda una sociedad, en
grupo, en manada.
Me refiero a la conferencia en la UJI (voy a ser amable) de Juan Ramón Rodríguez,
condenado por colaboración con ETA, amparada en la libertad de expresión. Ver
las portadas de periódicos con fotos del sujeto (sigo con la cortesía)
sonriendo en vísperas de Todos los Santos me revuelve la conciencia.
El rector de la UJI, Vicent Climent, un tipo
extremadamente eficaz y coherente trató de impedir el acto, que al final se
celebró porque el tal Rodríguez iba a hablar de canciones o algo así. Lo hacía
como integrante de un grupo de rock, no para hablar de ETA. Es la suerte de un
estado tan garantista como el nuestro.
Pero las opiniones son libres a diferencia de los
perseguidos por la banda terrorista. Es libre, como no lo han sido los asesinados. Los bebés, las madres, los
cuñados y primos que ya no tienen libertad, ni pueden tocar en ningún grupo.
Pero eso da igual. Hay que respetar la libertad de expresión.
Pero casi lo peor de todo fue que los propios
estudiantes a través de un comunicado (estoy muy benevolente, lo sé) quisieran
dar una lección de periodismo a todos. A cuatro cabeceras, a las agencias de
noticias. Todo el mundo se equivocaba. Cogiéndosela con papel de fumar, que es
muy parecido al de un rotativo, matizaban que ese señor ya había cumplido su
deuda, que no se habló de ETA y que ellos son la representación de los
estudiantes.
Cuando uno tiene que explicar tanto la verdad, mal
vamos. Como los que son más benevolentes con una dictadura de izquierdas. Los
hay que incluso niegan el Holocausto y curas que culpan a los niños de provocar
los abusos.
La sociedad, la inmensa mayoría, mucho más numerosa
que un grupo de estudiantes, suele saber diferenciar a las claras entre víctima
y verdugo. No olvida a las víctimas del dolor, aunque a veces lo parezca porque
toda empatía tiene un límite.
Decía yo que no voy a utilizar el humor porque un
problema está socialmente superado cuando se permite bromear sobre él. Hagan la
prueba. Todos jugamos con las reglas del juego que nos hemos impuesto y siempre
me provocará una sonrisa aquellos que usan el Estado de Derecho y la democracia
en su beneficio a cambio de criticar el modelo democrático.
La culpa no es de ellos, es de los medios. Pasa en
todas las películas, que los periodistas son los malos, salvo algunas en que el
periodista cubre guerras o hace caer gobiernos. Los que nos quedamos en
impertinentes somos sensacionalistas, que alguna vez lo somos, para qué
negarlo.
Pero el periodista medio distingue entre el bien y
el mal. Aunque a veces nos tengamos que sentar en medio del drama y la sangre
para luego contarlo dentro de la subjetividad lógica, ya no marcada por
ideologías, sino por los valores universales como la bondad. Nuestro trabajo,
ya digo, es acercarnos a veces a la basura y al horror, a lo incomprensible.
Artículo publicado en Las Provincias el 4 de noviembre de 2013
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