lunes, 9 de junio de 2014

La generala


Castellón sigue su conquista. Esto es una cosa que pone nervioso a más de uno, pero nunca la provincia había tenido tanto político en la cúspide. En la última sacudida (ya van mil) del PP en la Comunitat, Alberto Fabra ha apostado por un recambio en el páncreas del partido. Y es Isabel Bonig.
 
 

Bonig es la generala. A ella le gusta ser apodada Isabel la Católica o la Thatcher valenciana, pero en realidad, que uno se ponga su propio mote no tiene gracia. Es como si yo digo que soy el Hugh Jackman de la Plana. No cuela: ni tengo sus abdominales ni ella es la líder del Partido Conservador.
 
 
Pero al tiempo. Fabra ha vuelto a seguir el camino que otros le han indicado porque la elección de la consellera para sustituir a Serafín Castellano ha sido guiada por Génova y a ello se le une que también Císcar ha sido cambiado por María José Catalá. Hoy en día, cualquiera de las dos podrían heredar el PP en caso de catástrofe, pero la exalcaldesa de la Vall tiene más papeletas.

Me remonto. Isabel Bonig era una afiliada de base del PP de uno de los pueblos donde el socialismo arrasaba siempre y donde el electorado siempre ha sido proclive a votar a Esquerra Unida. Bonig se metió en el bolsillo a Carlos Fabra y se apostó por ella, que en realidad no era nadie, para encabezar un cartel electoral.

Era la campaña electoral de 2007 y, por cosas del destino, tuve que entrevistarla como candidata. Su discurso de entonces era el mismo de ahora: se calificaba orgullosa de ser de derechas, se definió como hincha del PP, pese a que su familia era de izquierdas, y disparó a su contrincante con tanto acierto que le ganó la mayoría absoluta y la sensación arrolladora del aire fresco.

Hasta entonces se había estado preparando las oposiciones para ser jueza, pero se encallaba en los exámenes y se inclinó por la política. Para ello se contrató a una agencia de comunicación que preparó varias jugadas maestras. Tras su apabullante éxito la agencia creyó que tenían parte del mérito, pero fracasaron con otros candidatos posteriores porque el efecto Bonig era no parecer una política.

Su amor por el liberalismo (estaba muy leída) y por la figura de Thatcher la llevó a privatizar el servicio de limpieza de basuras. En la Vall d’Uixó, hasta su llegada, los basureros eran funcionarios y durante años de gobierno socialista había una red clientelar de empresas públicas para todo. Le costó una huelga y no sólo acabó ganando, sino que se cargó a los concejales que no estaban a la altura.

En pocos meses supo hacer valer su mandato: ella no le debía nada a nadie y se lo dejó claro a Carlos Fabra por lo que no tenía que seguirle el juego. Eso le valió más tarde la recompensa de Javier Moliner ya que fue de las únicas que le plantó cara.

Bonig sí se parece en algo a la reina de Castilla: tiene ambición y las ideas claras. La reina Católica aprovechó la debilidad de su hermano Enrique para ganarse el cariño del pueblo y la legitimidad del reinado frente a Juana la Beltraneja, auténtica sucesora al trono. Isabel I fue abrazada por un pueblo harto de memeces, hambre y desmanes de los monarcas y acabó conquistando el reino nazarí de Granada a costa, incluso, de los intereses de su marido y su reino, Fernando de Aragón.
 

Y en realidad, los partidos siguen funcionando como cortes de la Edad Media, así que ojito. La generala está esmaltada de sonrisas, abrazos y don de gentes y ha conseguido que los principales valores del PP, los de hace mil años y los de ahora, le den el visto bueno. La comida en la que salió reforzada recuerda mucho a los acuerdos de Guisando, no digo más. Todo el mundo queda avisado.

Porque Isabel Bonig va a ganar la partida, como se adivina después de que en dos legislaturas haya pasado de ser una afiliada más a secretaria general. Si en 2015 el PP revalida la mayoría absoluta, ella tendrá gran parte del mérito y la puerta de Madrid se abrirá. Si pierden, asumirá la derrota pero peleará por el mando.

Bonig sabe que las grandes mujeres de la historia, desde Thatcher a Isabel de Castilla, pasando por Marie Curie tuvieron algo en común: todos las infravaloraban y esa fue la clave de su éxito. 

Artículo publicado en Las Provincias 9 de junio de 2014

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