No lloréis bichos, que sufren desengaños hasta los astros
Siempre
me ha gustado mirarme en los escaparates. En el reflejo de los espejos de la
calle y para eso lo mejor siempre han sido los bancos y sus impolutos reflejos
blancos. Lo hago por inseguridad, por detectar un fallo provocado por las
prisas y que el espejo del ascensor no ha podido corregir.
Por eso
al detectar tu mirada sobre mis cervicales he disimulado, como si quisiera
colocar bien una lentilla. Tenía que pasar algún día, he pensado.
Muchos
años, has dicho torciendo la boca, como siempre hacías. Ya. Apenas me he dado
la vuelta para comprobar el paso de los años, si el tiempo es un ansiolítico
para las heridas. He dejado de sentir el tráfico, el ruido y los recuerdos han
vuelto a subir por mi columna vertebral.
Regreso
a mi ciudad, es cuestión de semanas. Eso lo has dicho tú. Yo apenas escuchaba
pensando en aquel portal, en aquellos abrazos que permitieron romper el hielo
de un noviembre azul, de aquellas caricias sobre la piel quemada de agosto.
Me debes
una explicación. Me debes una vida. Yo paré la mía por ti. Yo cambié por ti.
Desde entonces ya no he podido respirar igual, ya nada ha sido como debería
ser. Manchaste el lienzo de mi existencia.
Supongo
que sonreía mientras hablabas bajo los limones de los rascacielos. Yo pensaba
en la destrucción que vivimos, en el daño que nos hicimos de forma patológica,
a través del sexo violento, con invitados, con nuestras encías sabiendo a
ginebra y tabaco. En aquellas batallas no había ganador, sólo un ligero olor a
sudor y las sábanas rotas. Yo aún creía en Simone De Beauvior y en París.
Pero
ahora ya no importa. Ni los libros leídos, ni los amores convertidos en
tsunamis, ni las películas, ni las canciones. El dolor es ya cosa de otros que
descubrirán la vida en un parque en primavera.
He
abrochado mi abrigo y he seguido andando. Sólo he parado ante el escaparte de
una mercería para comprobar el nudo de la corbata y las olas han dejado de
golpear mi tobillo.
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