Me he despertado en
contra del día. Debían ser las 6.00 y no sé por qué estaba soñando que vivía en
Australia. He prolongado el sueño en la realidad porque una de mis aficiones es
justamente soñar despierto.
Enseguida he caído en
que era domingo, pero hay vidas en las que el festivo se emborrona como un
privilegio de otros, de una gran cantidad de personas que no lo merecen, y he concluido
qué algo estaré haciendo mal para que una gota de agua desdibuje la tinta en
que se imprime la felicidad.
Me hubiera gustado
levantarme poco a poco y pensar en la plancha, en hacer los baños o en
desayunar en el balcón. En pronosticar una ilusión, un viaje o un corto plazo
de libertad. No ha sido posible.
He pensado en los
hospitales, en la gente que en ese momento estaría muriendo o naciendo. Porque
son las dos cosas trascendentales de la existencia. Luego, bajo la ducha, he
recordado aquella época en que tenía una libreta de sueños. Dónde estará. Pero
no en sueños conscientes, sino en aquellos que te interrumpen la realidad y te
despiertan a media noche. Es una cosa del psicoanálisis, tener una libreta a
pie de mesilla y apuntar de lo que te acuerdes.
He recordado la
injusticia, el desapego y la desidia que se van cosiendo al vivir. Algo estaré
haciendo mal para no encontrar alivio. No te lo mereces. Esas palabras han
funcionado como un rapto de lucidez mientras me afeitaba, me vestía y empujaba
un café con leche rápido mientras hacía la cama.
Ni por comparación, ni
por asomo, ni por terapia. El día ha decidido ponerse en marcha. La vida es
demasiado corta para no perdonar o no vivirla.
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