En todas las vidas hay
una cuota de dolor. Aunque ahora no lo entiendas, ese es el camino.
Atravesarlo. Y tardará años en pasar porque cada vez que te venga a la memoria,
será como el primer día. Como una quemadura perenne sobre la piel.
El dolor de verdad es
inefable. Sonreirás, hablarás, caminarás. Volverás a trabajar, te interesarás
por las mismas cosas, volverás a la vida pero será todo una ilusión, nunca
volverás a vivir igual, con aquella inconsciencia del pasado. Y, ante eso, yo
poco puedo hacer.
Se lo soltó de golpe.
Con aquella voz grave que tanta seguridad aportaba a sus movimientos circulares
sobre una hoja en blanco. Y acabó soltando el bolígrafo, dando un golpe en la
mesa y juntando las manos, como una palmada en silencio.
Fue entonces cuando la
mujer encendió un pitillo y cruzó las piernas de nuevo mientras se fijaba en
una carrera en sus medias, en lo desgastado del tacón de su zapato.
Era la primera vez que
unas palabras le cruzaban el cerebro. La primera vez que alguien le decía lo
que quería escuchar, lo que debía escuchar. Nada de ‘tendrás que superarlo’,
nada de darse prisas en animarse, de salir a cenar: podía regodearse en el
sufrimiento y aceptarlo como la única realidad que le quedaba.
Aquella sesión con el
terapeuta era la primera que estallaba en sus resortes. Nada de infancia, nada
de familia ni de hablar de sexo: el dolor es inefable, no se puede explicar. Ya
podía dejar de sentirse culpable por no poder superar su muerte, por estar
triste, por no creer lo que pasaba.
Sólo sabiendo que el
dolor era lo único que le quedaba de ahora en adelante podía empezar a
sentirlo. Y en aquel momento, el alivio fue más grande que su sufrimiento.
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